Era la navidad del año 2000, cuando la familia atravesaba por una etapa difícil. Pero no una cualquiera, sino una dolorosa y fuerte. Unas células descontroladas se habían apoderado del ser más lleno de amor, de ser ser comprensivo, tierno y cariñoso: Nuestra madre, esposa e hija. Nadie lo podía creer. Todos pensaban que solo era una pesadilla de la cual despertaríamos. Pero no. La realidad era otra. Mi madre tuvo que tomar una de las decisiones más duras: tener que separarse de sus hijos para poder recuperarse. Pero allí guardaditos en su corazón había dos luces de aliento: Federico Alejandro y Victoria Eugenia Carolina, sus hijos. Nosotros éramos su mayor fortaleza, por quienes y para quienes daría todo de sí misma.